Mientras me como un polvorón (el primero de estas fiestas)
como le gustaba a mi padre, apretujado y compacto, saboreo el artículo de Ana
Bernal-Triviño “Los abrazos”, publicado hoy en el diario Público. Ha sido un
regalo de otra Ana, amiga del alma. No soy la única que hoy lo ha leído con
lágrimas en los ojos y con el corazón lleno de agradecimiento. Leedlo. Es lo mejor
que se ha escrito respecto a algo fundamental que tanto hemos echado en falta
este año: el gesto más humano de entre los gestos.
La mirada se me va hacia la estantería, por encima de la pantalla
del ordenador, y me vuelvo a ensimismar en las dos fotos que me acompañan desde
la primavera. Una de mi padre solo, con camisa isleña –de sus últimas
vacaciones- luciendo una sonrisa contagiosa, y la otra de los dos, en la que lo
abrazo por la espalda y él se aferra a mis manos a la altura del cuello; anclados
en ese instante de amor eterno. La instantánea tiene más de veinticinco años,
pero conservo el jersey que él llevaba puesto entonces y también, la cazadora de
punto gris que me abrigaba a mí, en aquel día de actividad “baulera” que
organizamos en el patio de mi colegio.
Hoy pensaba dedicarle un silencioso homenaje -él y yo solos-
comiéndome este polvorón y recordando cómo disfrutaba con este bocado
tradicional, prometiéndole que voy a comerme también las doce uvas, sin fallar,
como cada año habíamos hecho. Pero cuando he leído el regalo de Ana, escrito
por la maravillosa Ana Bernal-Triviño, me ha venido inmediatamente a la cabeza
otra Ana: mi madre. Y luego, también, la doctora Ana que estuvo junto a mi
padre antes de irse. Cuatro Anas -número que ha estado extrañamente presente en
mi vida este año- por las que siento admiración y agradecimiento. Especialmente
ella: mi madre. La persona que más me ha asombrado este año, sin lugar a dudas,
por su coraje, y la que más me ha ayudado.
Así que me animo a compartir esta reflexión de
agradecimiento por algunas de las cosas que he aprendido este año, aunque haya
sido a fuerza de yerra: el poder de un sencillo mantra o una meditación, pero también
el momento de reconocer y aceptar su caducidad; la intensidad de los anclajes (tengo
que aceptar los dolorosos y construir otros que me traigan alegría); el arduo trabajo de la espeleología íntima, reconociendo
los extravíos, las incertidumbres o las certezas que se pierden a la vuelta de
la esquina y que luego regresan; las fuentes fundamentales que nutren y
consuelan de manera distinta a cada persona… Y desde luego sobre la piedad
hacia una misma; la necesidad de ser honesta y auténtica, aunque duela.
El aprendizaje no ha acabado, ni mucho menos. Seguro estáis experimentando
también vuestro propio tsunami emocional tras este duro año, así que para este 2021
quiero desearos un saludable y enriquecedor viaje, con un oleaje muchísimo más suave
y manejable.