Un cuento que
me inspiraron los botos o "delfines rosas" del río Araguaia,
guardianes de uno de los más valiosos misterios: el de la creación
y la vida.
En
un lugar del estado de Mato Grosso, en Brasil, a orillas del río
Araguaia, vive una familia de la tribu de los Karajá. Son una
familia ejemplar -y no sólo porque apenas queden unas dos mil
personas de su comunidad tribal en el mundo... La pequeña Ibru era
la menor de cinco hijas. Tenía nombre de llanto porque su madre la
parió en medio de gritos y sollozos. No es que fuera un mal parto.
Es que su madre acababa de iniciar un ritual funerario cuando ella
eligió llegar al mundo.
Su
abuela había muerto en la madrugada y su madre fue la primera en
llorarla. Lo hizo durante siete días seguidos, siguiendo el
tradicional ritual a los muertos karajá: deshilando lamentos. Luego
la fueron relevando el resto de parientes, desde los más próximos a
los más lejanos, y más tarde, el resto de la comunidad. Entre todos
la lloraron más de nueve meses sin interrupción, repartiendo
solidariamente el dolor y los ratos de descanso, para honrar la
memoria de la anciana.
Ibru
llegó al mundo, pues, en medio de la catarsis de su madre. En el
momento de dolor más álgido. Fue el llanto inicial que rompió la
aurora y que llegó a los oídos del otro margen de la Ilha
Bananal... Quizás por eso desde niña creció, a la vez, fuerte y
sensible. Tenaz como las tradiciones inquebrantables, rebelde como la
vida espiritual que se aferra a la tierra, caritativa como un grito
de auxilio compartido, tierna como un lamento musical...
De
su padre aprendió el arte de leer las aguas para navegar y pescar.
Distinguía el movimiento de los peces que nadaban buscando las
corrientes. Memorizaba los troncos y ramas que la época de sequía
dejaba al descubierto en los lugares poco profundos y observaba los
hábitos de todas las criaturas salvajes como una más, acostumbrada
al mudar de las crecidas y bajadas del río. Vivía integrada
plenamente con el entorno, desarrollando sentidos que otras personas
jamás podrían llegar a imaginar. Podía ver con la espina dorsal.
Escuchar con la piel. Leer con la mirada. Así era como sabía casi
todo lo que necesitaba para moverse y subsistir en medio de la selva.
Su hogar.
Su
madre le había dado mucho más que la vida. Le había transmitido el
llanto de respeto a los ancestros. Le había legado la lengua, los
ritos, el culto y la habilidad de hilvanar semillas y cánticos
espirituales. Le debía una herencia maravillosa de palabras,
susurros y silencios.
Pero
quisieron el destino y los dioses que Ibru se enamorara, apenas
siendo una niña, de un extranjero que solamente estaba de paso.
Llegó
un día de invierno a su aldea, con su máquina de congelar sonrisas,
de la mano de un guía local que conocía a su padre. Tenía su
permiso para invitar a los clientes amigables que paseaba por el río,
porque siempre había alguien con ganas de comprar artesanía.
Y
quiso el deseo que Ibru cruzara su mirada con la del hombre blanco,
de ojos felinos y luz ambarina...
No fue la inocencia lo que llevó a
la joven Ibru en brazos del hombre blanco. Una pasión primitiva,
como los pájaros rumiantes que habitan en los árboles del Araguaia,
y una extraña coincidencia, propició el encuentro de sus pasiones.
Fue un par de días después del
paso del fotógrafo por la aldea. Había alquilado de nuevo la
embarcación y los servicios del guía, amigo del padre de Ibru, para
explorar otros límites del río. Cuando el sol empezaba a caer, una
providencial avería, justo frente a la aldea de Ibru, los animó a
pedir ayuda a su familia. Como cabía esperar de un buen amigo, el
padre les brindó la pequeña barca de pesca, y como nadie esperaba
su regreso, los invitó también a quedarse esa noche en la aldea.
Fue un atardecer mágico para la
inquieta Ibru, ávida de ver otros horizontes más allá del río,
aunque fuera solamente a través de una cámara digital. Sus manos
aprendieron rápido el manejo de la máquina y el hombre se vio
hechizado por la mirada anhelante de aquella aplicada alumna.
Comieron y bebieron junto a los demás, conscientes de la proximidad
de sus alientos y sin mediar palabra, sin premeditación ni malicia,
cuando la negra noche cayó sobre la aldea, los dos se encontraron
vagando por la orilla del río, desesperados por resumir el anhelo de
aquella extraña sintonía.
No hubo testigos de su entrega, a
excepción de la diosa Yemanjá que iba camino del mar en su paseo
apacible por las mansas aguas del río. En el destello de los cuerpos
desnudos presagió la despedida y las inevitables consecuencias de
tanta devoción... Se equivocó solamente en el orden.
Al día siguiente, el hombre de ojos
de jaguar, como todavía lo recuerda Ibru, zarpó en la barca de su
padre y se alejó de la aldea. Entre las manos le dejó una alianza
plateada y una caricia cálida, recuerdo de una noche de mil abrazos.
Ella le entregó una muñeca de cerámica, igual de inocente que su
primer beso.
Semanas después, en una noche
luminosa de luna llena, Yemanjá encontró a Ibru a la orilla del
río, haciendo honor a su nombre, desconsolada. Apenas hacía un año
de la fiesta de su primera menstruación y muy pronto su vida sexual
sería pública en la aldea ante la evidencia de su embarazo. No
podría explicar cómo nacía aquella vida en sus entrañas cuando
los ancianos de la familia ni siquiera le habían elegido marido...
Las lágrimas conmovieron a la diosa y se compadeció de la joven
karajá.
Cuenta la leyenda que los botos, los
conocidos delfines rosas que habitan en el río Araguaia, pueden
dejar embarazada a una doncella... Así que Yemanjá buscó la
complicidad de uno de los mamíferos para rondar a Ibru y se preocupó
de que todos en la aldea fueran testigos de la coincidencia de que,
cada atardecer, el mismo boto rosado visitaba la ribera del río,
frente a la casa de Ibru, emitiendo estrepitosos ruidos al respirar.
Y fue así como todos tuvieron la
certeza de que aquel boto era el padre de la criatura que Ibru
engendraba y hasta la propia joven empezó a dudar de que el hombre
amado que una vez pasó por la aldea no fuese en realidad aquel boto
camuflado.
Meses después, la pequeña Maurehy,
la hija de Ibru, nació en el agua, casi sin avisar, como todas las
hijas adoptivas de Yemanjá... Es una niña muy despierta, de ojos
ambarinos, piel fresca y mejillas sonrosadas.