"Para aquellos que caminaron juntos, las huellas nunca se borran". Proverbio africano.

domingo, 31 de enero de 2016

Olas sonoras

Hay olas que nos acompañan por la vida revolcándonos en emocionantes y sucesivas bandas sonoras. La imagen de una madre tejedora y cantarina; un silbido en la escalera, justo antes del feliz tintineo de las llaves del padre que llega a casa; aquellas series de tu infancia que no podías perderte ¡por nada del mundo!; el desafío de lanzarte en bicicleta con patines (mejor si la calle era empinada); una montaña sin pinos, pero digna de una aventura de los Goonies; un radiocasete de pilas portátil para viajar en un Renault 6 rumbo a la playa; el ensayo de una función de fin de curso; el primer día de bachillerato de tu hermana mayor; el primer invento de tu hermano pequeño; un agujero en un muro –como tu incertidumbre- y un relato sobre el final de la infancia…




Pero el oleaje continúa con nuevos episodios mientras el vaivén de la respiración nos mece (¡buena señal!). En la adolescencia, algunos días la marea es fuerte, nos sumerge en las primeras dudas del ser. En el fondo del mar todo es mágico todavía - ¡hay caballitos y estrellas, además de corales de colores y algas- pero también un montón de peligros y amenazas que causan heridas dolorosas. Así es la vida, nos iremos repitiendo con las sucesivas marejadas. El dolor nos hace crecer, el dolor nos hace fuertes, el dolor nos curte la piel… A veces, desgraciadamente, también el corazón.

De adultos le ponemos nombre a las atrocidades de las que somos capaces los seres humanos. Clasificamos la violencia (directa, indirecta, estructural, cultural…). Hace unos días, una persona joven me ratificaba lo importante que es la memoria histórica. Desconocía el significado de la palabra “holocausto”. Se avergonzó un poco. Yo me avergoncé más, pero no de él. No creo que sean los más jóvenes los que deban abochornarse.


Somos una multitud avergonzada. Y no solo nos lamentamos. Hace tiempo que pasamos a la acción. Sabemos que haber vivido etapas en la vida, cada una a su tiempo, ha sido un privilegio. Tener infancia ha sido una fortuna, aunque las convenciones y los tratados recojan que ser niño es un derecho. Proteger el derecho a la infancia no es una prioridad mundial. Si así fuera, otra tierra giraría, ¿verdad Pachamama? Avia Yala. Tierra nuestra. Libertad (otra de esas olas que me regalaron los COR).


A veces, cuando ya no se puede soportar más vergüenza, más rabia y más dolor, se explota. Ojalá todas las explosiones pudieran ser de maravillosas endorfinas como las que me provoca esta tripulación solidaria (¡in crescendo!) y se propagasen como una enfermedad saludable –otro oxímoron, lo sé. Doy gracias de nuevo por tanta buena voluntad compartida en la Travesía literaria con los nadies del mar


Os dejo una banda sonora imprescindible en mi vida. “Ese viaje hacia la nada que consiste en la certeza de encontrar en tu mirada la belleza.” Sí, para mí, una de las canciones más hermosas que se han escrito. Con permiso del maestro Aute, os comparto la versión de Rozalén, menos conocida, pero también preciosa.  La Belleza


“¡Viva la revolución!” 

miércoles, 27 de enero de 2016

La novela "El tiempo del negro" en Verkami

Hoy emprendo una travesía de amor y amistad, no solamente literaria. Mi novela "El tiempo del negro" verá la luz gracias a las personas que me acompañen en el trayecto. Os doy las gracias por anticipado porque sé que intentareis hacer posible que lleguemos a puerto en 40 días. Podéis encontrar toda la información en Verkami: Travesía literaria con los nadies del mar

Sirva el trayecto también de reconocimiento a la labor que llevan a cabo tantas personas voluntarias en entidades como Stop Mare Mortum, APDHA, la Red Acoge, los COR, la Asociación Mujer Emancipada de Málaga... 

Esta imagen de la portada del proyecto está hecha en la duna de Punta Paloma (Tarifa). Es uno de los escenarios del relato. Desde aquí se divisa la costa del continente africano. El paso del Estrecho parece que nos acerca fácilmente. En una buena embarcación o un ferry, sí. Pero en una balsa de goma... 

"El tiempo del negro" recoge los motivos de los que se arriesgan al naufragio y los recibe con hospitalidad.  






domingo, 17 de enero de 2016

Refugiados a la intemperie

Contradicción, oxímoron o ironía. ¿O acaso no es desafortunado -sobre todo para ellos- llamarlos  "refugiados" cuando están a la intemperie!; sin abrigo, sin techo, sin estufas, sin billetes...
Mientras los gobiernos subidos al carro "ligth" los desatienden sin vergüenza y sin sonrojo, son activistas, cooperantes, socorristas, bomberos, redes y plataformas ciudadanas las que se remangan, se mojan y denuncian. Con medios escasos y manos que nunca son suficientes, pero con la urgencia de poder contribuir en algo; porque la infancia no se debería pasar en ningún lugar, sin pan, sin lápices y sin juguetes.

Imagen de @Fotomovimiento

martes, 12 de enero de 2016

Los 'nadies' en el mar

Sueñan los náufragos con llegar a la orilla. Dejar atrás el mar con candado. Que salga el sol para abrigar su esperanza. Que no lluevan bombas ni paquetes humanitarios; que los racimos sean de uvas y las ayudas de empleo. Que los vacunen contra el hambre, por lo menos. 

Sueñan mientras van llegando ¡sueños surrealistas!, de travesías en balsas confortables, atletas que desafían sin rasguños vallas suicidas, niños anfibios que salvan la vida, libertarias textuales con derecho a ser mujeres o femeninas... Como si no hubiera riesgo en alta mar -hacinados en un neumático casi a la deriva- ni falta de armonía en las concertinas, ni flotadores inútiles, ni traficantes de esclavas...

Pero siguen llegando. ¡Cómo será el horror que dejan tras sus huellas! Y sueñan que vencen la tormenta, el miedo, la asfixia, la violencia... Que logran esquivar la muerte para seguir luchando por la supervivencia.

lunes, 11 de enero de 2016

La hija adoptiva de Yemanjá


Un cuento que me inspiraron los botos o "delfines rosas" del río Araguaia, guardianes de uno de los más valiosos misterios: el de la creación y la vida.


En un lugar del estado de Mato Grosso, en Brasil, a orillas del río Araguaia, vive una familia de la tribu de los Karajá. Son una familia ejemplar -y no sólo porque apenas queden unas dos mil personas de su comunidad tribal en el mundo... La pequeña Ibru era la menor de cinco hijas. Tenía nombre de llanto porque su madre la parió en medio de gritos y sollozos. No es que fuera un mal parto. Es que su madre acababa de iniciar un ritual funerario cuando ella eligió llegar al mundo.

Su abuela había muerto en la madrugada y su madre fue la primera en llorarla. Lo hizo durante siete días seguidos, siguiendo el tradicional ritual a los muertos karajá: deshilando lamentos. Luego la fueron relevando el resto de parientes, desde los más próximos a los más lejanos, y más tarde, el resto de la comunidad. Entre todos la lloraron más de nueve meses sin interrupción, repartiendo solidariamente el dolor y los ratos de descanso, para honrar la memoria de la anciana.

Ibru llegó al mundo, pues, en medio de la catarsis de su madre. En el momento de dolor más álgido. Fue el llanto inicial que rompió la aurora y que llegó a los oídos del otro margen de la Ilha Bananal... Quizás por eso desde niña creció, a la vez, fuerte y sensible. Tenaz como las tradiciones inquebrantables, rebelde como la vida espiritual que se aferra a la tierra, caritativa como un grito de auxilio compartido, tierna como un lamento musical...

De su padre aprendió el arte de leer las aguas para navegar y pescar. Distinguía el movimiento de los peces que nadaban buscando las corrientes. Memorizaba los troncos y ramas que la época de sequía dejaba al descubierto en los lugares poco profundos y observaba los hábitos de todas las criaturas salvajes como una más, acostumbrada al mudar de las crecidas y bajadas del río. Vivía integrada plenamente con el entorno, desarrollando sentidos que otras personas jamás podrían llegar a imaginar. Podía ver con la espina dorsal. Escuchar con la piel. Leer con la mirada. Así era como sabía casi todo lo que necesitaba para moverse y subsistir en medio de la selva. Su hogar.

Su madre le había dado mucho más que la vida. Le había transmitido el llanto de respeto a los ancestros. Le había legado la lengua, los ritos, el culto y la habilidad de hilvanar semillas y cánticos espirituales. Le debía una herencia maravillosa de palabras, susurros y silencios.

Pero quisieron el destino y los dioses que Ibru se enamorara, apenas siendo una niña, de un extranjero que solamente estaba de paso.

Llegó un día de invierno a su aldea, con su máquina de congelar sonrisas, de la mano de un guía local que conocía a su padre. Tenía su permiso para invitar a los clientes amigables que paseaba por el río, porque siempre había alguien con ganas de comprar artesanía.
Y quiso el deseo que Ibru cruzara su mirada con la del hombre blanco, de ojos felinos y luz ambarina...

No fue la inocencia lo que llevó a la joven Ibru en brazos del hombre blanco. Una pasión primitiva, como los pájaros rumiantes que habitan en los árboles del Araguaia, y una extraña coincidencia, propició el encuentro de sus pasiones.

Fue un par de días después del paso del fotógrafo por la aldea. Había alquilado de nuevo la embarcación y los servicios del guía, amigo del padre de Ibru, para explorar otros límites del río. Cuando el sol empezaba a caer, una providencial avería, justo frente a la aldea de Ibru, los animó a pedir ayuda a su familia. Como cabía esperar de un buen amigo, el padre les brindó la pequeña barca de pesca, y como nadie esperaba su regreso, los invitó también a quedarse esa noche en la aldea.

Fue un atardecer mágico para la inquieta Ibru, ávida de ver otros horizontes más allá del río, aunque fuera solamente a través de una cámara digital. Sus manos aprendieron rápido el manejo de la máquina y el hombre se vio hechizado por la mirada anhelante de aquella aplicada alumna. Comieron y bebieron junto a los demás, conscientes de la proximidad de sus alientos y sin mediar palabra, sin premeditación ni malicia, cuando la negra noche cayó sobre la aldea, los dos se encontraron vagando por la orilla del río, desesperados por resumir el anhelo de aquella extraña sintonía.

No hubo testigos de su entrega, a excepción de la diosa Yemanjá que iba camino del mar en su paseo apacible por las mansas aguas del río. En el destello de los cuerpos desnudos presagió la despedida y las inevitables consecuencias de tanta devoción... Se equivocó solamente en el orden.

Al día siguiente, el hombre de ojos de jaguar, como todavía lo recuerda Ibru, zarpó en la barca de su padre y se alejó de la aldea. Entre las manos le dejó una alianza plateada y una caricia cálida, recuerdo de una noche de mil abrazos. Ella le entregó una muñeca de cerámica, igual de inocente que su primer beso.

Semanas después, en una noche luminosa de luna llena, Yemanjá encontró a Ibru a la orilla del río, haciendo honor a su nombre, desconsolada. Apenas hacía un año de la fiesta de su primera menstruación y muy pronto su vida sexual sería pública en la aldea ante la evidencia de su embarazo. No podría explicar cómo nacía aquella vida en sus entrañas cuando los ancianos de la familia ni siquiera le habían elegido marido... Las lágrimas conmovieron a la diosa y se compadeció de la joven karajá.

Cuenta la leyenda que los botos, los conocidos delfines rosas que habitan en el río Araguaia, pueden dejar embarazada a una doncella... Así que Yemanjá buscó la complicidad de uno de los mamíferos para rondar a Ibru y se preocupó de que todos en la aldea fueran testigos de la coincidencia de que, cada atardecer, el mismo boto rosado visitaba la ribera del río, frente a la casa de Ibru, emitiendo estrepitosos ruidos al respirar.

Y fue así como todos tuvieron la certeza de que aquel boto era el padre de la criatura que Ibru engendraba y hasta la propia joven empezó a dudar de que el hombre amado que una vez pasó por la aldea no fuese en realidad aquel boto camuflado.

Meses después, la pequeña Maurehy, la hija de Ibru, nació en el agua, casi sin avisar, como todas las hijas adoptivas de Yemanjá... Es una niña muy despierta, de ojos ambarinos, piel fresca y mejillas sonrosadas.

domingo, 10 de enero de 2016

Postales eternas


De cada viaje le enviaba una postal en blanco. Únicamente un punto violeta y su firma, aquel garabato en forma de pez. Sin palabras, pero con la fe de los antiguos cristianos hostigados. Era un lenguaje cifrado que habían acordado años atrás, cuando soñaban con recorrer el mundo de la mano. El punto era Él, como en el código Morse. El color violeta la incluía a Ella. Los dos unidos en una partícula del universo.
Nunca llegaron a viajar juntos. Desviaron los caminos sin rencor y se lanzaron a navegar en diferentes direcciones. Al fin y al cabo, tenían una postal imaginaria, entre un montón de tesoros incalculables.
Un buen día, empezaron a llegar las imágenes. Gentes, ciudades, desiertos, glaciares, puestas de sol, estrellas de mar... un universo de color y penumbra en cada una de sus fotografías. Y las fue guardando, una tras otra, en una caja de zapatos inquietos.
Con el tiempo, las postales llegaban con menos frecuencia. Cada vez se movía menos. Se quedaba largas temporadas en el mismo lugar. La mayoría de veces, al abrigo del mar. El pescadito de la firma olía a comida casera. A una casa propia.
Las postales dejaron de llegar un verano, y luego otro, y otro más... Pensó con angustia en el olvido, pero fue mucho peor imaginar su ausencia. Así que agarró una maleta ligera y partió en su búsqueda hacia la costa, guiándose por el destino de su última postal.
Encontró la playa, las rocas, el puñado de casitas blancas encaramadas al mar... En la laguna verde, siguió el rastro de otra fotografía anterior. Pero nadie supo darle una dirección, ninguna pista o paradero. Así que regresó a casa.
Cuando por fin se atrevió a aceptar la despedida definitiva, le escribió una postal. No sabía donde enviársela, así que la arrojó al mar. Sin palabras. Un punto violeta y un garabato de pez. ¡Qué más se podía pedir! Su unión sería eterna

Círculos geométricos


La niña jugaba con su hijito en el jardín. Era un bebé pelón, recién nacido de su caja. Olía a perfume y a talco, a muñeco nuevo, de plástico por usar.
En la buganvilla, la araña tejía su red en círculos. Daba vueltas hilando octágonos. Maravillosas labores geométricas de la naturaleza.
El pelado lloraba todo el tiempo, para desconsuelo de la párvula madre.
-¡Mamá, el chupete no funciona! Mi bebé no para de llorar.
-Lo llevaremos a cambiar, Carlota –dijo la madre experta, desde la cocina.
La araña se detuvo un instante, atenta a las voces.
-Ahora ya no quiero devolverlo. Es mi bebé. Mejor le quito las pilas para que no llore más.
La tejedora del círculo reanudó la tarea fría y calculadora. El sol se despedía y se le estaba haciendo tarde para la cena.
La pequeña envolvió a su bebé en la manta, como un ovillo.
-Mi niño, no cojas frío.
En la casa se encendieron las luces del pórtico.
-Hora de cenar, Carlota. Lávate las manos.
La niña obediente corrió hasta la casa canturreando.
-¡Pórtate bien mi bebé! Vuelvo en un rato.
Detrás de una flor, la astuta costurera la observa. Ya es la mía, piensa. Es rápida caminando como una equilibrista, sobre los hilos elásticos. La presa está sola. ¡Zas! Y corre con ella en la boca hasta el centro del círculo. Una, dos, tres, varias vueltas más y la deja atadita como un fardo.
El muñequito llora y la pequeña madre acude gritando.
-¡Ya vengo por ti, mi niñito! Ya estoy aquí, no me llores. ¡Ay, ay! mamá, corre, ven en seguida, pobrecito animalito, lo cazó la araña.

Tres amigos


Andaban tan borrachos que doña Delicia tuvo que correrlos del bar. Trenzados como un cristo de tres cuerpos salieron del jardín de Las Brisas haciendo equilibrios. Santiago desafiaba la gravedad por la derecha, Ernesto por la izquierda, y el Gato se dejaba portear como un santo crucificado en los brazos de sus dos fieles amigos de correrías. Acababa de perder otra vida –y quedaba demostrado que tenía más de siete- después de romperse la cara con el Gallo, para reconciliarse luego con él, por enésima vez, a base de buenos vasos de ron caliente.



Los tres caballos interrumpieron su silenciosa reunión clandestina. Dirigieron una triple mirada lánguida a sus dueños, con el cansino gesto de estar de vuelta de aquella escena ebria. El trío de borrachos se acercaba despacio, porque el desplazamiento lateral aumentaba la distancia. El Gato ya ni siquiera caminaba. Sus pies dormidos dejaban el rastro de una culebra polvorienta en el camino. Los animales agacharon la cabeza bostezando y reanudaron el intercambio de inspiradoras confidencias.



Cuando los tres hombres llegaron al árbol se repitió la efusiva despedida de cada noche de trompa. El Gato, como siempre, recibió los besos de sus hermanos de ron semiinconsciente. Santiago y Ernesto lo cargaron como un fardo en su jamelgo. Luego los dos se fundieron en un abrazo apocalíptico y cayeron muertos sobre las monturas. Los tres sobrios caballeros cuadrúpedos iniciaron el lento regreso a casa sin mediar orden alguna. La noche era negra como un golpe.



Santiago, Ernesto y el Gato fueron capaces de encamarse sin ayuda. Sin necesidad de prender la candela, los tres cayeron como troncos sin quitarse los pantalones. Horas más tarde, alguno recordaría que otras manos lo habían desnudado, posiblemente para mitigar el tufo de alcohol. Aunque Mercedes, Jacinta y Felipa sabían que el ácido aguardiente transpiraba por la piel de sus extrovertidos cónyuges.



Aquella noche, sin embargo, sucedió un extraño fenómeno. Mercedes no encontró el peine en el bolsillo de la camisa de Santiago. Jacinta descubrió que Ernesto calzaba sandalias en lugar de botas. Y Felipa creyó, al principio, que el Gato le traía una peineta de regalo. A las tres mujeres no les hizo falta la luz del día para comprender que sus hombres no habían llegado a casa. Hartas de la inclemencia de sus displicentes esposos, que llevaban meses incumpliendo con sus deberes maritales, decidieron probar suerte. Si los muy brutos eran capaces de dejar a un amigo en su lecho, por lo menos iban a tomarse la revancha.



Cuentan las viejas de la aldea que aquella noche los gallos no graznaron. Cómplices silenciosos de los tres rocines, esperaron la aurora con los cuellos ladeados. Cuentan también en la Lava, que esa noche hubo más fuego en el lugar que el que recogían las crónicas antiguas sobre la actividad del volcán. Y cuentan, por fin, que los tres caballos cambiaron de techo... y sus dueños también.