Hay imágenes que se graban en la
retina y hacen “clic” para atesorarse en la memoria (hoy en forma de nube) aunque
sea temporalmente. Sería justo especificar que actualmente hacen “clic” que es ese
sonido que nos acompaña a todas horas y que parece haberse vuelto una especie
de resorte fundamental en nuestras vidas capaz de moverlo todo, junto al “tic” de
las nuevas tecnologías o al “bip” de la informática. ¿Pero qué sonido provocaría
cien, quinientos o un millón de años atrás la imagen que nos lanza a la
dimensión de lo que entendemos como perecedero, impactante o aspirante a
convertirse en eterno….?
Leo en una comunicación de Helena
Casas (profesora de chino de la UAB) que “las
onomatopeyas difieren enormemente de una lengua a otra porque están
determinadas tanto por factores lingüísticos como extralingüísticos”. ¡Ajá!
(como imaginaba) me digo. Y más
adelante reafirma mi sensación de que es un tema muy poco explorado y estudiado.
¡Y a mí que me parece apasionante…! Pero las aparco para otro día, eh.
Ni siquiera eran la principal motivación para empezar a escribir este artirelato, pero están en el instante
que lo motiva: el “clic”. No podía obviar su valor.
“Las palabras las carga el viento”
sé que pensé justo antes de que empezara el chubasco.
Regresaba de la piscina, en el coche con Nèstor, cuando nos adelantó una bolsa de plástico ¡a toda máquina, a toda velocidad!, como en el cuento del barco platanero de Joan Mitjons. Luego se fueron sumando a la carrera algunas hojas secas, pañuelos cargados de lágrimas, colillas pisoteadas, envoltorios de helados chillando sabores de colores, restos de pipas de paz, etiquetas sin artículos ni fotografías, sobres de cromos jugando con deportividad… ¡una auténtica fuga de cerebros!, o una papelera vuelta del revés por la fuerza de la ventolera, vamos.
Regresaba de la piscina, en el coche con Nèstor, cuando nos adelantó una bolsa de plástico ¡a toda máquina, a toda velocidad!, como en el cuento del barco platanero de Joan Mitjons. Luego se fueron sumando a la carrera algunas hojas secas, pañuelos cargados de lágrimas, colillas pisoteadas, envoltorios de helados chillando sabores de colores, restos de pipas de paz, etiquetas sin artículos ni fotografías, sobres de cromos jugando con deportividad… ¡una auténtica fuga de cerebros!, o una papelera vuelta del revés por la fuerza de la ventolera, vamos.
Todavía no se habían unido al
alboroto los primeros goterones cuando ya entrábamos en la rotonda de la Masía.
-¡Madre mía, la que va a caer! Parece
que se prepare un huracán.
Nèstor iba demasiado emocionado
escuchando y cantando a todo trapo “el millón de cicatrices” de Dani Martín como
para advertir mi excitación, más en sintonía con “el vendaval de nostalgia” que
me alimenta, como dice Manuel Carrasco en “Montañas de sal” –del que ya soy fan-
y con anhelo de refugios íntimos para conjugar el verbo “respirar”.
Justo cuando entraba en la
carretera de la Pobla (con el continente del bazar asiático a mi derecha) un
torbellino de polvo generado por lo menos, por cien caballos salvajes o
cincuenta bisontes a la carrera, me hizo reducir aún más la velocidad por
precaución ante el apremiante ciclón proveniente de la tierra de Oz.
-¿Pero qué es eso?
La polvareda animal salía de la calle
del camino de Santa Teresa con una furia desatada, fuera de lugar a pesar del
episodio de ventisca.
-¡La virgen!
Y entonces me percaté de la
presencia de las dos mujeres al otro lado de la carretera, a mi izquierda, a suficientes
metros de mi alcance para ser precavidas o para lanzarse al arroyo. Sentí, antes
de comprobar, la clara intención de una de ellas de optar por la aventura y cruzar
delante de mis narices, sin miedo a los caballos de mi veterano Romeo ni a los
invisibles rocines liberados por el viento, dispuestos a cabalgar por Santa
Teresa y arrasar cualquier tipo de inquisición.
Y qué momentazo ¡Dios!, cuando esa
nube brutal invadió el asfalto y lo envolvió todo ante mi vista, excepto a la
mujer determinada a pasar la carretera sin dar más tregua a los coches (¡ni a
la lluvia inminente!). Fue solo una milésima de segundo; inmortalizada por la
fuerza del viento.
La recuerdo en tono de grises como
si fuera un objetivo de Sebastiao Salgado y no de una mera apuntadora de notas del
caos (servidora). Creo que ni ella misma esperaba que aquella nube tuviera
semejante violencia para frenar su avance y clavarla en el asfalto para los
restos: con su torso ladeado, la cabeza desafiando a la cámara, la bata como un
vestido de cola...
-¡Toma Instagram de cine!
Y claro, en mi cabezo oí el “clic”.
No voy a decir que fue místico, incluso
a pesar del mensaje de Santa Teresa (el nombre de la calle, por cierto, lo averigüé
después, porque en aquel momento no estaba yo para mirar esas cosas), pero puedo
asegurar que la imagen de esa mujer (sexagenaria por intentar ponerle alguna
edad) en bata de estar por casa y con curvas de estar a la vuelta de muchas
cosas en la vida, ahí plantada en su determinación, me pareció ya material para
un post. Y luego cuando leí el nombre de la calle me dije que el “clic” era
digno de un relato.
Puede que no sea casualidad que
me dé por escribir sobre “clics” estos días. Desde 2008 todos los 1 de agosto hay un
“clic” que se repite en mi memoria. Pero eso es aun más largo de contar. Y sigue
siendo material sensible para un relato. Además ya me he extendido demasiado. Si es que no tengo medida... ¡Ni orden! ;-)
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