"Para aquellos que caminaron juntos, las huellas nunca se borran". Proverbio africano.

sábado, 31 de octubre de 2020

El Faro de las horas


La torre roja emitía un aviso cada vez que se apagaba una vida. Un solo haz de luz que barría el mar y duraba exactamente ocho segundos. Lo mismo de día, que de noche. El resplandor recorría el horizonte, de este a oeste, ya fuera cegado por el sol o rasgando la penumbra, en un viaje luminoso.

La misión de la anciana en aquel territorio infinito, era simple: consultar la hora que el faro se encendía y anotarla en una especie de cuaderno de bitácora -las 22:47 h, por ejemplo- junto al nombre y una breve dedicatoria; in memoriam.

Normalmente no tenía mucho trabajo. Los destellos guardaban la distancia suficiente para rendir homenaje a cada difunto, entre la luz y la oscuridad. Le daban espacio para repasar el testimonio de vida que dejaban sus seres queridos y extraer la frase adecuada.

Normalmente la familia, las amistades o la comunidad, solían preocuparse de elegir bien las palabras, para que sonaran auténticas en cada ceremonia de despedida: «eras la quinta esencia de la hora del café», «estrujabas los polvorones con la misma determinación que te comías la vida», «regalabas póker de corazones y nunca escondías ases en la manga», «extrañaremos tu risa, como el agua fresca de un cántaro de barro en días de verano»… 

Todas aquellas frases únicas, generosas y agradecidas ascendían hasta el Faro de las horas, envueltas en aroma de incienso, comida y flores, notas musicales, lágrimas y exclamaciones de aliento. A veces, mezcladas con llanto y consternación. La mayoría, macerando más o menos resignación. Casi siempre, entre abrazos de consuelo.

Pero el largo silencio llegó de manera brusca y repentina, como un temporal de nieve en abril. Fue el día que aumentó la frecuencia de rayos de luz; eran tantos los avisos que el Faro de las horas encadenaba las idas y venidas sin descanso, entre fulgor y fulgor.

Los adioses apenas dejaban espacio en el minutero. Las letras de los mensajes ya no narraban historias, sino que contaban cifras. Atónita pero solícita, la anciana las empezó a anotar en el cuaderno: únicamente la asignación de un número, sin nombre, ni epitafio.

Aquella avalancha de cifras coincidió con semanas de violento oleaje. El Faro de las horas seguía emitiendo ráfagas de alerta consecutivas y las luces de emergencia no daban lugar al rescate de las despedidas. Las olas bañaban el faro, en medio de una tormenta digna de  Turner, bajo un cielo de eterno luto que apenas filtraba el resplandor de la linterna roja.

No era la primera vez que la anciana soportaba los embates de aquellas ráfagas descontroladas. La guerra, la hambruna, los desastres naturales, las epidemias… habían dejado ya en épocas no muy remotas, terribles antecedentes.

Un día, cuando la cifra se hizo de nuevo espeluznante, aparcó el cuaderno y entonó su oración: «madre nuestra que estás en el mar, diosa Gaia que estás en la tierra, padre nuestro que estás en el cielo; santificados sean los nombres, hágase la voluntad del amor en cada ser, así en la luz como en la oscuridad; amasemos el pan del hogar, dándole valor; sintámonos deudores, no solo por los que ya no pueden gozar de la vida, sino para honrar la casa humana; caminemos con respeto por los senderos de Gaia y el reino animal, sin dejar más huella que la de nuestros pies descalzos; librémonos del mal de la avaricia, la discriminación y el patriarcado, y alegrémonos de ser llama espiritual y semilla que renace».

Y así, estuvo repitiéndola como un mantra, en el Faro de las horas, sin anotar las cifras, porque no dejaban testimonio de lo que era valioso, pero adivinando que el rumor que ascendía entre el oleaje era el de miles de palabras ahogadas en un sentido homenaje.

 

 

1 comentario:

  1. Quin relat tan bonic, tan trist i a la vegada tan esperançador.
    Gràcies Mireia

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