
En
la buganvilla, la araña tejía su red en círculos. Daba vueltas
hilando octágonos. Maravillosas labores geométricas de la
naturaleza.
El
pelado lloraba todo el tiempo, para desconsuelo de la párvula madre.
-¡Mamá,
el chupete no funciona! Mi bebé no para de llorar.
-Lo
llevaremos a cambiar, Carlota –dijo la madre experta, desde la
cocina.
La
araña se detuvo un instante, atenta a las voces.
-Ahora
ya no quiero devolverlo. Es mi bebé. Mejor le quito las pilas para
que no llore más.
La
tejedora del círculo reanudó la tarea fría y calculadora. El sol
se despedía y se le estaba haciendo tarde para la cena.
La
pequeña envolvió a su bebé en la manta, como un ovillo.
-Mi
niño, no cojas frío.
En
la casa se encendieron las luces del pórtico.
-Hora
de cenar, Carlota. Lávate las manos.
La
niña obediente corrió hasta la casa canturreando.
-¡Pórtate
bien mi bebé! Vuelvo en un rato.
Detrás
de una flor, la astuta costurera la observa. Ya es la mía, piensa.
Es rápida caminando como una equilibrista, sobre los hilos
elásticos. La presa está sola. ¡Zas! Y corre con ella en la boca
hasta el centro del círculo. Una, dos, tres, varias vueltas más y
la deja atadita como un fardo.
El
muñequito llora y la pequeña madre acude gritando.
-¡Ya
vengo por ti, mi niñito! Ya estoy aquí, no me llores. ¡Ay, ay!
mamá, corre, ven en seguida, pobrecito animalito, lo cazó la araña.
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