"Para aquellos que caminaron juntos, las huellas nunca se borran". Proverbio africano.

lunes, 11 de enero de 2016

La hija adoptiva de Yemanjá


Un cuento que me inspiraron los botos o "delfines rosas" del río Araguaia, guardianes de uno de los más valiosos misterios: el de la creación y la vida.


En un lugar del estado de Mato Grosso, en Brasil, a orillas del río Araguaia, vive una familia de la tribu de los Karajá. Son una familia ejemplar -y no sólo porque apenas queden unas dos mil personas de su comunidad tribal en el mundo... La pequeña Ibru era la menor de cinco hijas. Tenía nombre de llanto porque su madre la parió en medio de gritos y sollozos. No es que fuera un mal parto. Es que su madre acababa de iniciar un ritual funerario cuando ella eligió llegar al mundo.

Su abuela había muerto en la madrugada y su madre fue la primera en llorarla. Lo hizo durante siete días seguidos, siguiendo el tradicional ritual a los muertos karajá: deshilando lamentos. Luego la fueron relevando el resto de parientes, desde los más próximos a los más lejanos, y más tarde, el resto de la comunidad. Entre todos la lloraron más de nueve meses sin interrupción, repartiendo solidariamente el dolor y los ratos de descanso, para honrar la memoria de la anciana.

Ibru llegó al mundo, pues, en medio de la catarsis de su madre. En el momento de dolor más álgido. Fue el llanto inicial que rompió la aurora y que llegó a los oídos del otro margen de la Ilha Bananal... Quizás por eso desde niña creció, a la vez, fuerte y sensible. Tenaz como las tradiciones inquebrantables, rebelde como la vida espiritual que se aferra a la tierra, caritativa como un grito de auxilio compartido, tierna como un lamento musical...

De su padre aprendió el arte de leer las aguas para navegar y pescar. Distinguía el movimiento de los peces que nadaban buscando las corrientes. Memorizaba los troncos y ramas que la época de sequía dejaba al descubierto en los lugares poco profundos y observaba los hábitos de todas las criaturas salvajes como una más, acostumbrada al mudar de las crecidas y bajadas del río. Vivía integrada plenamente con el entorno, desarrollando sentidos que otras personas jamás podrían llegar a imaginar. Podía ver con la espina dorsal. Escuchar con la piel. Leer con la mirada. Así era como sabía casi todo lo que necesitaba para moverse y subsistir en medio de la selva. Su hogar.

Su madre le había dado mucho más que la vida. Le había transmitido el llanto de respeto a los ancestros. Le había legado la lengua, los ritos, el culto y la habilidad de hilvanar semillas y cánticos espirituales. Le debía una herencia maravillosa de palabras, susurros y silencios.

Pero quisieron el destino y los dioses que Ibru se enamorara, apenas siendo una niña, de un extranjero que solamente estaba de paso.

Llegó un día de invierno a su aldea, con su máquina de congelar sonrisas, de la mano de un guía local que conocía a su padre. Tenía su permiso para invitar a los clientes amigables que paseaba por el río, porque siempre había alguien con ganas de comprar artesanía.
Y quiso el deseo que Ibru cruzara su mirada con la del hombre blanco, de ojos felinos y luz ambarina...

No fue la inocencia lo que llevó a la joven Ibru en brazos del hombre blanco. Una pasión primitiva, como los pájaros rumiantes que habitan en los árboles del Araguaia, y una extraña coincidencia, propició el encuentro de sus pasiones.

Fue un par de días después del paso del fotógrafo por la aldea. Había alquilado de nuevo la embarcación y los servicios del guía, amigo del padre de Ibru, para explorar otros límites del río. Cuando el sol empezaba a caer, una providencial avería, justo frente a la aldea de Ibru, los animó a pedir ayuda a su familia. Como cabía esperar de un buen amigo, el padre les brindó la pequeña barca de pesca, y como nadie esperaba su regreso, los invitó también a quedarse esa noche en la aldea.

Fue un atardecer mágico para la inquieta Ibru, ávida de ver otros horizontes más allá del río, aunque fuera solamente a través de una cámara digital. Sus manos aprendieron rápido el manejo de la máquina y el hombre se vio hechizado por la mirada anhelante de aquella aplicada alumna. Comieron y bebieron junto a los demás, conscientes de la proximidad de sus alientos y sin mediar palabra, sin premeditación ni malicia, cuando la negra noche cayó sobre la aldea, los dos se encontraron vagando por la orilla del río, desesperados por resumir el anhelo de aquella extraña sintonía.

No hubo testigos de su entrega, a excepción de la diosa Yemanjá que iba camino del mar en su paseo apacible por las mansas aguas del río. En el destello de los cuerpos desnudos presagió la despedida y las inevitables consecuencias de tanta devoción... Se equivocó solamente en el orden.

Al día siguiente, el hombre de ojos de jaguar, como todavía lo recuerda Ibru, zarpó en la barca de su padre y se alejó de la aldea. Entre las manos le dejó una alianza plateada y una caricia cálida, recuerdo de una noche de mil abrazos. Ella le entregó una muñeca de cerámica, igual de inocente que su primer beso.

Semanas después, en una noche luminosa de luna llena, Yemanjá encontró a Ibru a la orilla del río, haciendo honor a su nombre, desconsolada. Apenas hacía un año de la fiesta de su primera menstruación y muy pronto su vida sexual sería pública en la aldea ante la evidencia de su embarazo. No podría explicar cómo nacía aquella vida en sus entrañas cuando los ancianos de la familia ni siquiera le habían elegido marido... Las lágrimas conmovieron a la diosa y se compadeció de la joven karajá.

Cuenta la leyenda que los botos, los conocidos delfines rosas que habitan en el río Araguaia, pueden dejar embarazada a una doncella... Así que Yemanjá buscó la complicidad de uno de los mamíferos para rondar a Ibru y se preocupó de que todos en la aldea fueran testigos de la coincidencia de que, cada atardecer, el mismo boto rosado visitaba la ribera del río, frente a la casa de Ibru, emitiendo estrepitosos ruidos al respirar.

Y fue así como todos tuvieron la certeza de que aquel boto era el padre de la criatura que Ibru engendraba y hasta la propia joven empezó a dudar de que el hombre amado que una vez pasó por la aldea no fuese en realidad aquel boto camuflado.

Meses después, la pequeña Maurehy, la hija de Ibru, nació en el agua, casi sin avisar, como todas las hijas adoptivas de Yemanjá... Es una niña muy despierta, de ojos ambarinos, piel fresca y mejillas sonrosadas.

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