"Para aquellos que caminaron juntos, las huellas nunca se borran". Proverbio africano.

domingo, 10 de enero de 2016

Tres amigos


Andaban tan borrachos que doña Delicia tuvo que correrlos del bar. Trenzados como un cristo de tres cuerpos salieron del jardín de Las Brisas haciendo equilibrios. Santiago desafiaba la gravedad por la derecha, Ernesto por la izquierda, y el Gato se dejaba portear como un santo crucificado en los brazos de sus dos fieles amigos de correrías. Acababa de perder otra vida –y quedaba demostrado que tenía más de siete- después de romperse la cara con el Gallo, para reconciliarse luego con él, por enésima vez, a base de buenos vasos de ron caliente.



Los tres caballos interrumpieron su silenciosa reunión clandestina. Dirigieron una triple mirada lánguida a sus dueños, con el cansino gesto de estar de vuelta de aquella escena ebria. El trío de borrachos se acercaba despacio, porque el desplazamiento lateral aumentaba la distancia. El Gato ya ni siquiera caminaba. Sus pies dormidos dejaban el rastro de una culebra polvorienta en el camino. Los animales agacharon la cabeza bostezando y reanudaron el intercambio de inspiradoras confidencias.



Cuando los tres hombres llegaron al árbol se repitió la efusiva despedida de cada noche de trompa. El Gato, como siempre, recibió los besos de sus hermanos de ron semiinconsciente. Santiago y Ernesto lo cargaron como un fardo en su jamelgo. Luego los dos se fundieron en un abrazo apocalíptico y cayeron muertos sobre las monturas. Los tres sobrios caballeros cuadrúpedos iniciaron el lento regreso a casa sin mediar orden alguna. La noche era negra como un golpe.



Santiago, Ernesto y el Gato fueron capaces de encamarse sin ayuda. Sin necesidad de prender la candela, los tres cayeron como troncos sin quitarse los pantalones. Horas más tarde, alguno recordaría que otras manos lo habían desnudado, posiblemente para mitigar el tufo de alcohol. Aunque Mercedes, Jacinta y Felipa sabían que el ácido aguardiente transpiraba por la piel de sus extrovertidos cónyuges.



Aquella noche, sin embargo, sucedió un extraño fenómeno. Mercedes no encontró el peine en el bolsillo de la camisa de Santiago. Jacinta descubrió que Ernesto calzaba sandalias en lugar de botas. Y Felipa creyó, al principio, que el Gato le traía una peineta de regalo. A las tres mujeres no les hizo falta la luz del día para comprender que sus hombres no habían llegado a casa. Hartas de la inclemencia de sus displicentes esposos, que llevaban meses incumpliendo con sus deberes maritales, decidieron probar suerte. Si los muy brutos eran capaces de dejar a un amigo en su lecho, por lo menos iban a tomarse la revancha.



Cuentan las viejas de la aldea que aquella noche los gallos no graznaron. Cómplices silenciosos de los tres rocines, esperaron la aurora con los cuellos ladeados. Cuentan también en la Lava, que esa noche hubo más fuego en el lugar que el que recogían las crónicas antiguas sobre la actividad del volcán. Y cuentan, por fin, que los tres caballos cambiaron de techo... y sus dueños también.


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