Andaban
tan borrachos que doña Delicia tuvo que correrlos del bar. Trenzados
como un cristo de tres cuerpos salieron del jardín de Las Brisas
haciendo equilibrios. Santiago desafiaba la gravedad por la derecha,
Ernesto por la izquierda, y el Gato se dejaba portear como un santo
crucificado en los brazos de sus dos fieles amigos de correrías.
Acababa de perder otra vida –y quedaba demostrado que tenía más
de siete- después de romperse la cara con el Gallo, para
reconciliarse luego con él, por enésima vez, a base de buenos vasos
de ron caliente.
Los
tres caballos interrumpieron su silenciosa reunión clandestina.
Dirigieron una triple mirada lánguida a sus dueños, con el cansino
gesto de estar de vuelta de aquella escena ebria. El trío de
borrachos se acercaba despacio, porque el desplazamiento lateral
aumentaba la distancia. El Gato ya ni siquiera caminaba. Sus pies
dormidos dejaban el rastro de una culebra polvorienta en el camino.
Los animales agacharon la cabeza bostezando y reanudaron el
intercambio de inspiradoras confidencias.
Cuando
los tres hombres llegaron al árbol se repitió la efusiva despedida
de cada noche de trompa. El Gato, como siempre, recibió los besos de
sus hermanos de ron semiinconsciente. Santiago y Ernesto lo cargaron
como un fardo en su jamelgo. Luego los dos se fundieron en un abrazo
apocalíptico y cayeron muertos sobre las monturas. Los tres sobrios
caballeros cuadrúpedos iniciaron el lento regreso a casa sin mediar
orden alguna. La noche era negra como un golpe.
Santiago,
Ernesto y el Gato fueron capaces de encamarse sin ayuda. Sin
necesidad de prender la candela, los tres cayeron como troncos sin
quitarse los pantalones. Horas más tarde, alguno recordaría que
otras manos lo habían desnudado, posiblemente para mitigar el tufo
de alcohol. Aunque Mercedes, Jacinta y Felipa sabían que el ácido
aguardiente transpiraba por la piel de sus extrovertidos cónyuges.
Aquella
noche, sin embargo, sucedió un extraño fenómeno. Mercedes no
encontró el peine en el bolsillo de la camisa de Santiago. Jacinta
descubrió que Ernesto calzaba sandalias en lugar de botas. Y Felipa
creyó, al principio, que el Gato le traía una peineta de regalo. A
las tres mujeres no les hizo falta la luz del día para comprender
que sus hombres no habían llegado a casa. Hartas de la inclemencia
de sus displicentes esposos, que llevaban meses incumpliendo con sus
deberes maritales, decidieron probar suerte. Si los muy brutos eran
capaces de dejar a un amigo en su lecho, por lo menos iban a tomarse
la revancha.
Cuentan
las viejas de la aldea que aquella noche los gallos no graznaron.
Cómplices silenciosos de los tres rocines, esperaron la aurora con
los cuellos ladeados. Cuentan también en la Lava, que esa noche hubo
más fuego en el lugar que el que recogían las crónicas antiguas
sobre la actividad del volcán. Y cuentan, por fin, que los tres
caballos cambiaron de techo... y sus dueños también.
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